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Lo que sigue es traducción de
la transcripción de la conferencia "La méthode de l'égalité" dada por
Jacques Rancière como respuesta y conclusión del coloquio que tuvo lugar
en verano de 2006 en Cerisy en torno a su trabajo, según ha sido
publicada muy recientemente en 2007 en un volumen con el título de "La
filosofía desplazada" en ediciones Horlieu
A quien se encuentra como yo situado en el centro
de la atención de un coloquio, se le pregunta a menudo cómo se siente en
esa situación. Expresaré por mi parte un doble sentimiento. Hay en
primer lugar un reconocimiento a la organizadora y a los organizadores
de este encuentro, a las que nos acogen aquí y a todas aquéllas y todos
aquéllos que han tenido la generosidad de venir a confrontarse con lo
demasiado simple o demasiado tortuoso que yo he podido decir según los
casos. Pero también hay un cierto sobresalto al verme situado por esta
generosidad en una escena donde debo acreditar mi calidad de filósofo, y
de filósofo comprometido en el debate filosófico del presente, que
tiene respuestas a las cuestiones que el estado actual del mundo y del
pensamiento plantea a los filósofos y a los otros. Entre los que han
venido desde hace cuatro días, algunos han señalado, con benevolencia,
los límites de lo que yo he hecho; otros, sin adoptar la postura
crítica, me han permitido sentir lo que había de demasiado simple en mis
proposiciones y mis análisis. En fin, en mi reconocimiento, se mezcla
un sentimiento de insuficiencia, más que de beatitud. Y las palabras que
voy a presentar ante vosotros, a partir de las notas sobre las que no
he tenido el tiempo, en estos cuatro días, de meditar largamente,
traducirán este sentimiento. A falta de poder presentar una síntesis de
los trabajos, trataré de volver a mi manera a algunas de las parejas
conceptuales que han circulado aquí -saber y poder, relación y
no-relación, posición y cuestión, separación e inseparación- y a algunas
cuestiones que han ido apareciendo, especialmente sobre la cuestión del
"entre".
Tomaré como hilo conductor una cuestión planetada
como entrada de juego por Yves Duroux: ¿se me puede definir como un
filósofo crítico? Su respuesta era negativa. La mía sería más matizada.
Tal vez yo no haya hecho una filosofía crítica. Pero no he dejado de
poner en juego las implicaciones de lo que crítica quiere decir, según
sus dos grandes acepciones: la crítica como intervención, discernimiento
de un punto crítico, relación de ese discernimiento y de una decisión;
pero también la filosofía crítica como tipo de filosofía, sustituyendo
la cuestión de los fundamentos por la de las condiciones de posibilidad.
Filósofo crítico o no, es seguro que siempre he circulado en el espacio
de las cuestiones ligadas a la noción de crítica. Trataré de señalar
este espacio, siguiendo el hilo tendido por varios de los que han
intervenido entre lo teórico y lo biográfico. Yves Duroux recordaba el
título de mi primera publicación, mi contribución a Leer El Capital: "El
concepto de crítica y de crítica de la economía política desde los
Manuscritos De 1844 al Capital". Este título retomaba el tema de un
diploma de Estudios superiores que defendí dos años antes sobre "La Idea
crítica en el joven Marx". En ese trabajo, distinguía tres momentos
correspondientes a tres figuras de la idea crítica en el joven Marx. El
primer momento era el momento kantiano en el que el joven periodista
Karl Marx se enfrentaba a los debates de la Dieta Prusiana y a las leyes
inverosímiles promulgadas por esta dieta: leyes que olvidaban que la
ley debe interesarse por un objeto universal y dirigirse a un hombre
universal, para ocuparse de intereses empíricos, más o menos ridículos,
como el robo de madera vieja por los pobres en los dominios de los ricos
propietarios. La crítica entonces denunciaba la confusión de los
planos, ponía en evidencia el juego equívoco de lo universal y de lo
particular. El segundo momento era el momento feuerbachiano. La crítica
descubría que el hombre universal era él mismo una "particularidad", una
parte separada de un ser real, una esencia del hombre que él mismo
había emplazado fuera de su realidad concreta, en un cielo ideal, y que
necesitaba recuperar para ser plenamente él mismo. Sin embargo, el
hombre que iba a disipar las apariencias para volver a tomar posesión de
lo que había puesto fuera de sí se revelaba como el productor, el
hombre que se crea gracias a la producción un mundo a su imagen. El
tercer momento, el momento propiamente marxista, era el de la denuncia
de operadores/sujetos como "hombre" o "universal". Era el momento de la
identificación entre crítica y ciencia. Marx distinguía el movimiento
real de la producción y de la historia del movimiento aparente en que
los hombres tienen el aspecto de ser los sujetos de un intercambio de
mercancías, en el que imaginan decidir libremente acerca de lo que hacen
entre ellos y de lo que hacen con las cosas.
Con esas tres formas de crítica, en un sentido, ya
está todo con lo que desde entonces me he peleado y a través de lo que
he tratado de trazar algunos caminos. En el "momento kantiano",
reconozco la cuestión sobre la que he vuelto más tarde oponiendo a la
simple denuncia de la distancia entre lo universal y lo particular un
pensamiento de la intervención política como montaje discursivo y
práctico que anuda de un modo polémico lo universal y lo particular, la
humanidad y la inhumanidad, la igualdad y la desigualdad. Veo dibujada
la escena en la que he tratado de pensar la política como manera de
trabajar la universalidad inscrita en la ley para leer una igualdad que
está todavía por construir, que no alcanza realidad sino en las
operaciones que la verifican: lo que he llamado el silogismo
igualitario. En el "momento feuerbachiano", reconozco lo que iba a ser
uno de los objetivos más constantes de mi polémica: el paradigma de la
encarnación, la valorización de la presencia, del espíritu hecho carne,
de la palabra y del pensamiento convertidos en cuerpos y movimientos de
cuerpos vivos. Ese paradigma, lo he estudiado a través de la cuestión de
la literatura: ésta no deja de confrontarse a la voluntad de que las
palabras sean más que palabras, que se conviertan en cosas o que
inscriban su sentido en la superficie misma de las cosas. Lo he vuelto a
encontrar en la política donde el paradigma de incorporación
identitaria define esta arquipolítica de la que la subjetivación
política debe siempre separarse y donde siempre corre el riesgo de
volver a caer, especialmente en las figuras de la identificación del
sujeto proletario o del sujeto revolucionario. Provee hoy todavía un
cierto paradigma del comunismo como potencia de lo inseparado, asimilado
a la potencia del hombre como productor. Así la esperanza de un
comunismo de las multitudes no se entiende sin la afirmación de que todo
es producción, que, en el mundo postindustrial, el conjunto de las
actividades, de los pensamientos y de los afectos puede ser comprendido
bajo un concepto ampliado de la vida como producción.
Pero, por supuesto, es el tercer momento, el de la
crítica científica marxista, el que ha definido la problemática teórica y
política decisiva. Pues no se ha tratado aquí simplemente de una
evolución personal sino de un momento histórico de la crítica práctica y
radical del modelo "científico". Lo que se ha puesto en cuestión en el
período 68, es en efecto la idea de la ciencia como lo que le falta a
los dominados para que salgan de las condiciones de su dominación. La
tesis entonces remitida a la figura marxista de la crítica se presentaba
en efecto bajo la forma de un círculo: la gente está dominada porque no
saben, porque no tienen conocimiento del sistema que define su
posición; y, en el otro sentido, no tienen este saber porque están
dominados, porque este lugar de dominados les impide acceder al
conocimiento objetivo de las razones de esta dominación. Desde donde
están, no pueden sino desconocer las razones por las que están ahí.
El momento 68 aportó una crítica radical de esta
figura del "entre" como (des)conocimiento, oponiendo simplemente, sin
mediación, el sistema de la dominación a la figura de su puro y simple
rechazo. Pareció entonces que el razonamiento sobre el conocimiento y el
desconocimiento no era sino una tautología. El argumento sobre el no
conocimiento que sitúa a la gente donde está dice solamente de hecho:
están ahí porque están ahí. Más valía entonces desembarazarse de la
mediación y afrontar la tautología directamente para plantear el
problema en su radicalidad: ¿cómo estamos ahí? ¿Qué quiere decir
"ser-ahí"? Es lo que he tratado de comprender en el curso de la decena
de años que he pasado estudiando lo que habían querido decir, en la
Francia del siglo XIX las palabras "emancipación obrera". Lo que
comprendí puede presentarse así: para salir de la tautología, hay que
presentarla de otra manera. Es lo que hacían de modo ejemplar los textos
del carpintero Gauny que utilicé en La Noche De Los Proletarios y que
se publicaron en El Filósofo Plebeyo. Transformaban la tautología
sustituyendo la cuestión del desconocimiento por la del tiempo: si
estamos ahí donde estamos - si "estamos ahí porque estamos ahí" -, no es
por falta de saber, sino por falta de tiempo. El tiempo no es una
representación que oculta o deforma la realidad, es una realidad en toda
regla, pero también una realidad de un tipo particular, una condición
de posibilidad bastante particular en su estructura. Es Platón quien nos
instruye sobre esto: el dominado - en la ocurrencia el artesano - no
tiene tiempo. Pero hay para esto dos razones. En primer lugar una razón
puramente empírica: el artesano no tiene tiempo porque el trabajo no
espera. Pero también una razón más profunda, una razón fundadora: porque
el dios que ha puesto oro en el alma de los legisladores guardianes ha
puesto hierro en su alma, porque tiene entonces el ser-ahí que
corresponde a su estar ahí, el "ethos" (la manera de ser o carácter) que
corresponde a su "éthos" (a la estancia que le está destinada).
Todo depende entonces de la concepción del "entre" o
del "intervalo". Allí donde la crítica "científica" situaba la
mediación (el desconocimiento expresado por el conocimiento), la
afirmación filosófica sitúa un círculo: la inmediatez de la relación
entre una condición y la condición de esta condición. Se puede llamar a
esto el círculo de la creencia. La creencia no es la ilusión. El
artesano no necesita creer "verdaderamente" que el dios ha puesto hierro
en su alma, es suficiente con que haga como si creyera. Pero para ello
no necesita simular. Es suficiente con que esté ahí donde está para que
todo funcione como si creyera. No se trata aquí ni de conocimiento ni de
desconocimiento. Se trata de la posición de un cuerpo, de la puesta en
obra de sus capacidades. Es por esto que la emancipación no es una toma
de conciencia sino un cambio de posición o de competencia, y por tanto
de "creencia": una capacidad de separarse materialmente de/con su
ser-ahí, de/con su "ausencia de tiempo". "El tiempo no me pertenece"
dice Gauny. Pero tomando el tiempo de escribir que el tiempo no le
pertenece, Gauny abre otro tiempo. Lo abre muy materialmente rompiendo
el círculo del día y de la noche. Muestra que lo que hace que estemos
ahí -o que ya no lo estemos-, es una cierta división del tiempo que
corresponde también a una cierta distribución del espacio. Se puede
entonces salir del círculo que une una condición a su condición, un
ser-ahí a la razón de este ser-ahí. Soltar o liberar o aflojar
materialmente la relación, es transformar el círculo en espiral. El
proletario como sujeto político, o sujeto que se dispone al ejercicio de
una capacidad política, es aquél que subjetiva el tiempo que no tiene,
que se da la capacidad de jugar con las palabras y de producir
apariencias que su nombre mismo prohíbe. Es el sujeto que desdobla el
nombre en su poder y su impoder, que hace como si no fuera lo que su
nombre dice, como si tuviera el tiempo, la palabra y la apariencia, ni
más ni menos que aquéllos que le niegan estas cosas. Hace como si el
texto de la ley tuviera por función decir esta "ausencia de separación",
como si el texto del escritor o el argumento del filósofo testimoniaran
de esto.
Puede hacerlo, puede hacer como si fuera verdad,
porque, en un sentido, es verdad. Es verdad porque el que dice que no
sabe hacer frases sabe hacer la que dice que no lo sabe. Es verdad
también porque, desde que hay leyes y constituciones, desde que el
ejercicio del poder debe legitimarse como fundado en razón y en derecho y
no como un simple estado de hecho, ese poder debe situar en alguna
parte esa igualdad que lo funda y lo disuelve al mismo tiempo, que lo
legitima y lo deslegitima; porque el texto del novelista - Balzac por
ejemplo - que está hecho para mostrar que el libro no debe caer en las
manos de cualquiera, ese texto, a pesar de todo, caerá en las manos de
cualquiera, porque, de hecho, no está destinado a nadie en particular;
está a la disposición de quien quiera cogerlo; porque el texto del
filósofo - Platón - que dice que el tiempo no pertenece al artesano, que
dice entonces la desigualdad debe decirlo en lenguaje igualitario, el
del relato (mito) que se declara como relato (mito).
Puede hacer como si fuera verdad, porque es verdad.
Pero es verdad con una condición: que se haga como si fuera verdad,
esto es, que se verifique, que se hagan frases, que se les arranque a
los escritores la igualdad del texto escrito, que se haga decir a los
textos de la comunidad privada y jerarquizada que es la igualdad la que
la funda como cosa de todos. Así es la lógica espiral de la emancipación
que rompe el círculo del "éthos", el círculo del ser-ahí y de su razón.
Esta lógica de la igualdad, también se puede decir en los términos de
"separado" y de "no-separado". Se dirá entonces: para separarse de su
asignación a un orden, hay que separase de sí. Para esto, hay que
afirmar el poder de la inseparación de la igualdad. Pero siempre se
afirma bajo la forma de una disyunción: separando las palabras de las
cosas que designaban, disyuntando el texto de lo que decía, de eso a que
se aplicaba, de aquél al que se dirigía; sustrayendo un cuerpo al lugar
que le estaba destinado, al lenguaje y a las capacidades que eran las
suyas. Llamemos este movimiento en general "disenso". Precisemos para
esto lo que "consenso" significa: que el sentido va con el sentido, que
un régimen de presentación sensible va con un régimen de significación,
como una manera de ser con la razón de esta manera de ser. "Disenso"
quiere decir, a la inversa, que el sentido no va con el sentido, que las
palabras se separan de las cosas, que los cuerpos las usan para cambiar
su capacidad, para disociar su ser-ahí de la "razón" de este ser-ahí.
Se podría desarrollar a partir de ahí un cierto
número de consideraciones, en relación con lo que ha sido evocado aquí,
especialmente por Bruno Besana, sobre las relaciones de lo sensible y de
lo inteligible. Se dirá así: no hay nunca "lo sensible" y "lo
inteligible". Hay cierto tramado de lo dado: una inteligencia de lo
sensible y una sensibilidad del pensamiento. No hay nunca una
transparencia del conocimiento inteligible de los datos sensible ni un
choque de la verdad sensible como encuentro con la Idea o lo Real. Lo
verdadero se da siempre en proceso de una verificación, según la lógica
de las cuestiones del "maestro ignorante" de Jacotot: ¿qué ves? ¿Qué
dices? ¿Qué piensas? ¿Qué haces? Esto quiere decir también: lo otro no
se encuentra en el acontecimiento de una estupefacción, sino en el
proceso de una alteración. Una alteración, es una redistribución de lo
mismo y de lo otro, de lo separado y de lo inseparado. El trabajo del
pensamiento entonces no es un trabajo de abstracción. Es un trabajo de
anudar y de desanudar: hay palabras que se anudan a cuerpos o proyectan
cuerpos, cuerpos que reclaman una nominación, universal que se afirma en
una singularización. Se trata siempre de desdoblar el universal, según
el modelo de la "crítica" operada por la política que desdobla el
universal de la inscripción legal inventándole casos singulares de
aplicación, rompiendo la relación dada de lo universal y de lo
particular. Pues esa relación dada constituye una cierta privatización
del universal. Es eso la policía: una privatización del universal que lo
fija como ley general subsumiendo los particulares. La política, en
cambio, de-privatiza el universal, lo vuelve a jugar bajo la forma de
una singularización. Ofrece así un ejemplo del trabajo del pensamiento
en general: ese desdoblamiento y esta singularización que desanudan y
renudan lo inteligible y lo sensible, lo universal y lo particular.
Pero mi propósito no es el de sistematizar este
pensamiento bajo la forma de un pensamiento del pensamiento. Recuerdo
simplemente el horizonte que lo define: no hay lugar propio del
pensamiento. El pensamiento está trabajando por todas partes, y está por
todas partes bajo la forma de la querella, bajo la forma de algo que
hay que separar y de algo que hay que anudar. La preocupación que ha
guiado mi trabajo no es la de ofrecer una teoría general de las
operaciones de pensamiento. Ha sido: si se piensa así la potencia de
igualdad, tal y como se descubre en la espiral de la emancipación, ¿cómo
hacer para preservar esta potencia, para prolongar la espiral? Esta
sería mi manera de plantear el problema de la transmisión formulado por
Alain Badiou. ¿Cómo transmitir? ¿Y en primer lugar por qué transmitir?
Recuerdo la pregunta planteada ayer por Makram Saoui: si se parte de la
presuposición de que todo el mundo piensa, ¿por qué hacer filosofía
política? Respondería en dos puntos. Primeramente, he tratado de no
hacer filosofía política, de no hacer una "filosofía" que pretenda dar a
la política su fundamento diciendo las razones o las formas de
organización política. Segundamente, el hecho de que todo el mundo
piense no es una evidencia compartida. Y no estamos de ningún modo
dispensados por su enunciado del análisis de las implicaciones y del
trabajo de dar toda su potencia al rasgo igualitario que se descubre
tras el movimiento de emancipación.
Aquí se presenta una segunda objeción. Se dirá en
efecto: para medir esta potencia, hay un medio muy simple: hay que
"hacer" política concretamente. Varios de los que han intervenido han
subrayado que mi análisis de la política no daba para nada los medios de
responder a las cuestiones de la práctica política, de la organización
política y de su estrategia, del partido o de lo que debe sucederle.
Como el déficit que se ha subrayado de esta manera es tanto teórico como
práctico, responderé brevemente en estos dos terrenos. Teóricamente, es
verdad que nunca he sentido un interés en plantear la cuestión de las
formas de organización de los colectivos políticos. No recuso esta
cuestión. Pero me ha parecido más importante pensar en primer lugar la
política como producción de cierto efecto: como afirmación de una
capacidad y como reconfiguración del territorio de lo visible, de lo
pensable y de lo posible, correlativa a esta afirmación. Me ha parecido
que había que aislar en primer lugar el acto político como tal, extraer
de él la cuestión que no es de ningún modo evidente: ¿qué hace la
política? Es por esto que me he interesado en las alteraciones
producidas por actos de subjetivación política más que a las formas de
consistencia de los grupos que las producen. Es por esto también que he
analizado la política en términos de escena: de distribución y de
redistribución de las posiciones, de configuración y reconfiguración de
un paisaje de lo común y de lo separado, de lo posible y de lo
imposible. En un plano práctico y existencial, diré que si hubiera
reconocido en una orgainzación existente el prolongamiento de lo que
había percibido, en mi relación solitaria con el archivo obrero, como la
potencia de emancipación, habría ido. Podría decir: cuando uno cree
encontrar algo como un tesoro a preservar, se busca qué es lo mejor que
se puede hacer para preservarlo. Si uno encuentra un grupo donde piensa
que se podría trabajar, pues va. Si no, uno busca el mejor medio de
permanecer a la altura de lo que ha descubierto, de mantener y
transmitir la potencia. Es lo que he tratado de hacer situando mi
intervención mayor en este espacio que une la inteligencia de las
prácticas emancipadoras y el territorio del conocimiento, ese territorio
del "entre" o del intervalo que la tercera figura de la crítica
balizaba en términos de conocimiento y de desconocimiento, de real y de
apariencia, de todo y de parte. Me he dedicado a constituir para la
potencia igualitaria una esfera de inteligibilidad. Para ello hacía
falta volver a atravesar de un modo polémico los discursos y las
reparticiones de territorios consensuales, hechas para tomar el rasgo
igualitario por las consistencias de la ciencia política, de la
sociología, de la historia o de toda otra figura del pensamiento
consensual: del pensamiento que sitúa el sentido en acuerdo con el
sentido para hacer triunfar la presuposición - la "opinión" - de la
desigualdad haciendo de las operaciones igualitarias el efecto de alguna
parcialidad mal comprendida o apariencia engañadora.
Mi trabajo ha sido entonces el de extraer el
esquema o las grandes líneas del procedimiento igualitario como potencia
de conocimiento y de acción. Ha sido el de construirle una escena de
inteligibilidad, el de hacerlo ver y el de volver pensable su
singularidad para hacerle producir sus efectos disruptivos en el campo
de los saberes que se dedican a oscurecerlo. Esto supone un movimiento
que casa con la manera misma del acto de emancipación por el cual uno
hace lo que "no puede" hacer, para salir del círculo material que une
una posición a una razón de ser. Lo mismo que el artesano puede decidir
que tiene el tiempo que no tiene, el investigador puede decidir
traspasar las fronteras que separan la filosofía, la historia, la
sociología, la ciencia política, etc. Puede decidir que tiene
competencias científicas que no tiene, que puede traspasar esas
fronteras porque no existen. Pero también, esas fronteras no existen a
condición de que él se declare capaz de verificar su inexistencia, de
verificar su competencia a viajar sin pasaporte en su territorio para
ejercer el pensamiento que es el privilegio de cualquiera. Para ello hay
que poner a la obra este método de la emancipación definido por Jacotot
y que Eric Fontenvielle recordaba en su intervención. Se puede empezar
por cualquier sitio. Es suficiente saber trazar un círculo donde se
aísle la "cualquier cosa" a la que se remitirá todo el resto,
transformando el círculo en espiral. Ese círculo se opone a la cadena.
La figura intelectual de la opresión, es la de la cadena infinita: para
actuar, hay que comprender; para comprender, hay que pasar por toda la
cadena de razones; pero como la cadena es infinita, nunca se recorre del
todo. Cuando éramos jóvenes los sabios marxistas nos explicaban así que
había que comprender primero la particularidad de nuestra posición en
el seno del imperialismo mundial y en relación con el momento en el que
estábamos de la evolución de las relaciones de producción capitalistas.
El tiempo de comprender todo esto, podríamos preguntárnoslo dentro de
veinte años. En tal lógica, toda relación es el objeto de un proceso de
mediación interminable. Es lo que Jacotot llama la lógica del
envilecimiento.
Trazar un círculo, es ir en contra del principio de
la cadena. Se pueden tomar fragmentos de discurso, pequeños trozos de
saberes que se han verificado, trazar su círculo inicial y ponerse en
camino con la pequeña máquina de cada uno. Por ejemplo, hay fragmentos
de palabra obrera sobre la posesión o la privación del tiempo o del
lenguaje y fragmentos de palabra filosófica, literaria, historiadora o
sociológica que nos hablan aparentemente de la misma cosa. Si se los
pone todos juntos, se puede constituir una pequeña máquina, un círculo
en el que se podrá encerrar la cuestión de la igualdad y de la
desigualdad, de su nudo y de su querella y donde se podrá remitir todo
el resto. Sea por ejemplo la pequeña frase de Platón: "el trabajo no
espera". Es una pequeña frase completamente anodina. Y sin embargo se
puede decir que toda la cuestión de la desigualdad se encierra en ella.
No hay necesidad de pasar por toda la cadena. Es suficiente tirar de
algunos hilos, arrancar algunos fragmentos que se buscarán en los bordes
más alejados entre sí: hay filósofos, escritores, artesanos, que sin
ser contemporáneos, sin conocerse, sin comunicar entre ellos, parece que
nos hablan de los mismos temas, que nos dicen la misma cosa. Platón
dice que el trabajo no espera a los que han nacido para trabajar; el
carpintero dice que el tiempo no le pertenece. Aristóteles distingue la
voz que manifesta placer y pena del discurso que articula lo justo y lo
injusto; Ballanche pone en escena a los plebeyos en la escena del
Aventin donde deben probar que hablan y argumentan a aquéllos para los
que sólo hacen ruido con su voz. Kant nos explica que el juicio estético
consiste en apreciar la forma de un palacio por sí misma, sin ocuparse
en saber si es el sudor del pueblo quien lo ha construido para el
capricho de un rey ocioso, pero también sin necesitar la ciencia
arquitectónica; el carpintero nos hace compartir la mirada por la cual
se apropia estéticamente de la casa en la que trabaja y de la
perspectiva que se descubre desde sus ventanas. Se puede poner juntos
todos estos textos que nos hablan de la igualdad y de la desigualdad en
términos de disposición de los cuerpos. Puede que nos hablen de la misma
cosa. Hay que verificarlo.
No es un collage surrealista, destinado a provocar
por el encuentro fortuito de los heterogéneos el choque de un sentido o
un sinsentido que testimonie de la potencia oculta del pensamiento o de
la sensibilidad. No es tampoco una lectura sintomal, destinada a
sorprender algún secreto bien escondido bajo la superficie del texto o
tras la apariencia que dispone, ni la estrategia de la histérica que
quiere forzar al maestro a rascarse donde le pica. Todo el mal que este
método desea al maestro es llevarle al punto donde se revela ser un
maestro igualitario. La lectura que este método practica tiene por
objeto hacer que los textos que no se encontraban se encuentren. Hay la
frase de Platón y la de Gauny. Es posible atravesar el espacio inmenso
que separa un objeto de la historia social de un enunciado de la
filosofía, atravesar siglos, discursos, condiciones sociales y políticas
para operar una verificación: puede que estas frases nos hablen de
"una" misma cosa, que el obrero carpintero piense como Platón, que el
territorio del pensamiento sea entonces un territorio igualmente
compartido. Y puede también que Platón, ignorante de las leyes del
capitalismo y de la condición obrera en tal o tal etapa de su
desarrollo, nos instruya mejor que los que las conocen sobre las razones
de la ausencia de tiempo del carpintero. Pues el pensamiento, tanto el
de Platón como el del carpintero, es también una manera de no saber, de
alejar las razones particulares y las diferencias sin fin que evitan la
cuestión de su propia compartición. Es esto también lo que quiero decir
la teoría del "maestro ignorante".
Poner juntas las dos frases, es constituir una
escena de inteligibilidad de la igualdad y de la desigualdad. Es una
etapa, una parada en la travesía o en la espiral igualitaria. La parada,
por supuesto, no es arbitraria. Detenerse en el territorio de la
filosofía, en Platón el particular, es detenerse allí donde uno se ocupa
específicamente de saber qué caracteriza el poder del pensamiento y la
compartición de ese poder. Ya no como un sociólogo que remite juicios al
"ethos" que los produce o como un historiador que nos muestra cómo los
individuos piensan lo que su tiempo vuelve pensable, sino directa y
literalmente bajo la forma de la cuestión: ¿Cómo en general la potencia
del pensamiento se comparte, esto es, a la vez, se ejerce como común y
distribuída en posiciones exclusivas? La filosofía se constituyó como
tal dando una respuesta a esta cuestión: el pensamiento define su
compartición propia separándose de su opuesto que es la opinión. Una
frase, un argumento son del pensamiento desde el momento en que son
enunciados desde el punto de vista de cualquier sujeto ("desaparición
elocutoria" del sujeto, dice Mallarmé), desde el momento en que se
piensa desde el punto de vista de lo universal. La opinión, a la
inversa, es lo que expresa la particularidad de un individuo, de un modo
de ser o de sentir.
La oposición es perfectamente clara, tanto como la
de la palabra y la voz. Pero, como ella, se confunde desde que se
plantea la pregunta: ¿cómo se reconoce que una frase lleva la potencia
universalmente compartible del pensamiento y que otra lleva la marca de
la particularidad de la opinión? ¿Y qué pasa en primer lugar con la
frase que separa el pensamiento de la opinión? Es la pregunta - siempre
la misma - de la condición de la condición. Y la respuesta, otra vez,
supone el recurso al dios y al relato de compartición. Hacen falta
relatos que dispongan los cuerpos en el registro del pensamiento o de la
opinión, de la compartición o de lo incompartible. Así hacen los mitos
de Platón: cuando las cigarras cantan en la hora cálida, la humanidad se
comparte en dos: los unos se duermen con el sueño que repara las horas
de trabajo, los otros se ponen a hablar, a intercambiar los argumentos
al diapasón del canto divino. Cuando el carro divino alcanza la cumbre
del cielo, los unos siguen y los otros no, etc. Cuando se trata del
llano de la verdad a partir del cual todo se distribuye, hay que hacer
relatos. Y hay que creer esos relatos, hacer como si fuesen verdaderos,
para asegurar que el pensamiento se distinga de la opinión de un modo
enteramente reconocible - reconocible menos en el contenido de los
enunciados que en la manera de ser de los cuerpos que los enuncian. Así
la distinción del pensamiento y de la opinión debe desdoblar el
universal, presentarlo dos veces: como el punto de vista a partir del
cual el pensamiento puede ser compartido por todos y como principio de
distribución exclusiva de las posiciones. Esto no quiere decir que la
filosofía esté fundada en la opresión. Esto quiere decir que la
filosofía nos muestra la potencia del pensamiento como potencia siempre
desdoblada, como producida por operaciones de guerra, por relatos que
distribuyen y relanzan la distribución, singularizando el universal de
una manera polémica.
¿Cuál es entonces el estatuto del discurso que
efectúa esta travesía, captura esos fragmentos y pone al día esas
operaciones? ¿Hay que llamarlo o no filosófico? La respuesta depende
evidentemente de una elección en cuanto a lo que se quiera hacer decir a
la palabra filosofía. O bien se considera a la filosofía como un
pensamiento del pensamiento que constituye un sistema de razones
saturado. Se dirá entonces que ese discurso no es filosofía, que es un
poema hecho con trozos tomados de la filosofía. O bien se piensa que la
filosofía es una intervención que redestribuye los discursos
constituidos, que inventa dispositivos argumentativos y narrativos
singulares para remitirlos a la consideración de su igualdad como
manifestaciones de la potencia de la lengua y del pensamiento. Se podrá
decir entonces que es filosofía. Se puede además pensar que la relación
entre filosofía y no-filosofía es, en ese caso, indecidible, y que el
título o su ausencia no cambia su efectividad - o su inefectividad. Se
podrá llamar entonces a ese discurso, como lo sugiera Yves Duroux, una
contra-filosofía.
¿Qué es lo central en todos los casos? Para retomar
los términos de Alain Badiou, diré que lo que yo he inventado - sea
cual sea el nombre que se le dé -, es una forma de transmisión de la
invención igualitaria, cierto tipo de travesía de los discursos
apropiada para transmitir el sentido - esto es la significación pero
también el sabor - de la potencia igualitaria. Althusser hablaba de
"lucha de clases en la teoría". Yo hablaría más bien de guerra de los
discursos y diría que he practicado cierto tipo de guerrilla operando en
este intervalo "crítico" de los discursos donde se forman y se
verifican la opinión de la igualdad y la opinión de la desigualdad.
La construcción de un espacio de inteligibilidad de
la afirmación igualitaria pasa por esta estrategia discursiva de
travesías de los territorios, de ensamblaje de los fragmentos y de
constitución de las escenas. Pero esta estrategia discursiva no es
exclusiva. Seguir la espiral de la emancipación, el poder de la
escritura, las formas de la reconfiguración de lo sensible, esto me ha
permitido también poner en obra, en oposición a todo vagabundeo, unas
estrategias definicionales, incluso sobre sujetos de los que se suele
decir gustosamente que el esfuerzo definicional es vano. He operado así,
en El Desencuentro o en las Diez Tesis Sobre La Política una
formalización definicional de las operaciones discursivas que pude
llevar a cabo circulando entre un Manifiesto De Los Chicos Modistos, la
"economía cenobiótica" de Gauny, la historia romana revisitada por
Ballanche y los textos de Platón, Aristóteles o Marx, para responder
brutalmente a la pregunta: ¿qué es la política? He consagrado libros a
cuestiones tan masivas como: ¿qué puede estética querer decir? ¿Qué se
entiende por literatura? En todos esos casos, ya no se ha tratado para
mí de trazar espirales para deshacer identidades constituidas sino de
establecer la pertinencia de ciertos términos, de poner a la obra
lógicas composicionales para decir lo que es una forma de práctica, un
régimen de pensamiento o de escritura, para definir criterios que
permiten por ejemplo comprender cómo se pasa del régimen representativo
al régimen estético o de las belles-lettres a la literatura.
Pero este pasaje de lo narrativo a lo sistemático
no define un andar en la dirección contraria, del mismo modo en que no
significa un alejamiento en relación a las problemáticas del presente.
Lo subrayé respondiendo a Bruno Bosteels: el comentario de Platón y de
Aristóteles no es menos actual, menos comprometido en las problemáticas
políticas del presente que los trabajos históricos o los artítculos
polémicos de las Révoltes Logiques. Volver sobre los "orígenes" de la
"filosofía política", es una manera de responder a un contexto marcado
por las prácticas del consenso y por las teorizaciones adversarias y
cómplices del "retorno" de la política y de su "fin". La pregunta
planteada por El Desencuentro, es: ¿qué puede ser la política si es
posible caracterizar la misma situación como su fin y como su retorno?
¿Qué forma de borrado de la política es común a este fin y a este
retorno y cómo podemos comprender las formas de la política a partir de
las formas que adquiere su borrado? Y, recíprocamente, ¿cómo pensar la
política de tal manera que su borrado sea siempre un asunto tendencial y
local, nunca un destino histórico? Esto quier decir también: ¿cómo
pensar la multiplicidad de sus ocurrencias, de las formas de alteración
que produce, sin remitirlas a una lógica absolutizada de la excepción?
Lo que hay en juego en el trabajo sistemático y definicional es entonces
lo mismo que hay en las travesías narrativas: se trata de deshacer las
clausuras, y más particularmente las clausuras temporales. Pues el
origen, el final o el retorno son también las armas de una querella. Son
las acciones que sirven para tomar la política con las tenazas de una
normalidad que circunscribe el territorio para reservar su uso y de una
excepción ligada a formas de historicidad que se declaran obsoletas. El
tiempo, entendido aquí como manera de historizar y de periodizar,
aparece una vez más como el operador indisolublemente conceptual y
sensible, "a priori" y factual, que sirve para poner la condición bajo
condición. El "¿Qué es la política?" de El Desencuentro es entonces una
manera de aflojar la relación de la condición a su condición, diferente
de la que seguía la espiral de la "noche" obrera pero equivalente en su
pretensión.
Ocurre lo mismo con el trabajo con lo que
literatura o estética quieren decir. Si me he lanzado en esa inmensa
genealogía del régimen estético, es también ampliamente en razón de las
problemáticas políticas que se detenían en las temporalizaciones del
arte: fin del arte o de la estética, fin de la modernidad, declaración
de una edad postmoderna, voluntad de liberar el arte de la clausura
estética para asignarlo a la estupefacción sublime o hacerle llevar la
marca de las infamias de un siglo, todo ello inscribe el "pensamiento
del arte" en un horizonte en el que el estudio de las condiciones que
nos vuelven pensable algo como el arte está unido a un diagnóstico sobre
la modernidad, la Ilustración , la revolución, las utopías, el
totalitarismo, etc. Todos estos discursos denuncian un anudamiento
histórico-ontológico fatal de las prácticas del arte a los enunciados
del discurso y a las problemáticas de la política. Lo denuncian bajo el
modo de una captación de lo auténtico por lo inauténtico, de una
práctica por discursos y finalidades que le son exteriores. Está claro
que este discurso sobre la instrumentalización del arte es él mismo una
instrumentalización grosera destinada a poner a la hora del "fin de la
utopías" la reflexión sobre el arte. Pero el problema no es simplemente
el de denunciar el discurso del fin. Es el de revocar el tipo de
temporalidad que él construye: el discurso sobre el "fin" de la
modernidad es en efecto solidario de las simplificaciones del discurso
de la modernidad misma, de su manera de construir rupturas simples (fin
de la representación, autonomización de cada práctica artística, etc.).
Es también el problema de mostrar que no ha habido "captación" de la
práctica artística por el discurso estético, las utopías políticas, etc.
Pues no hay arte sino en el interior de un régimen de identificación
que nos lo hace ver como arte, y la "política" no es algo que le viene
al arte desde el exterior. Está desde el principio incluida en la
configuración del régimen que lo define como tal. El régimen estético
que hace que veamos las cosas como artísticas, hace también que el arte
desplegue cierta política; que tenga su igualdad propia: la igualdad de
los temas, la destrucción de la relación jerárquica forma/materia; que
provoque desplazamientos de los cuerpos, como la disyunción entre el
brazo del carpintero y su mirada; que produzca también programas
metapolíticos, esto es, programas que tratan de realizar en verdad, en
las relaciones de la vida sensible, lo que la política busca en el
universo de las formas de la vida pública.
Tocamos aquí, más allá de la reevaluación de los
pobres discursos del fin, una problemática esencial, que da su sentido a
mi trabajo para "definir" la estética: la del anudamiento entre
política y metapolítica. Todo lo que puede machacarse sobre la
modernidad y su clausura, los crímenes de la revolución, las utopías
funestas, etc., todo ello remite a la cuestión positiva de las formas de
este anudamiento y de las formas de su desanudamiento. Ha sido de
largo, de hecho, la estética, esto es el régimen estético del arte, el
terreno de constitución de los programas de superación de la política. Y
evidentemente se pueden denunciar, denunciar la toma de la política por
la metapolítica. Pero para hacerlo de un modo que no sea el del
resentimiento, hay que plantear también el problema: ¿Qué puede la
política por ella misma? Es, claro, el problema "crítico" inherente al
despliegue político de la igualdad: ¿qué puede la política? ¿Hasta dónde
puede ir? Es esta pregunta la que se me dirije de hecho cuando se me
objeta que la política, tal como yo la describo, es: pequeñas escenas de
interlocución y de manifestación, y además otras pequeñas escenas, que
nunca nos llevan muy lejos. Afirmar la potencia de la igualdad, está
bien, dicen. Se puede hacer y rehacer cuarenta mil veces, pero nos
gustaría mucho saber cómo ir más allá, hacia un mundo efectivamente
realizado de la igualdad. Ciertamente la cuestión se plantea, pero no es
mi propia cuestión para nada, y hay que plantearla en su generalidad:
¿se puede definir la política como una capacidad en exceso sobre sí
misma? Definir la política a partir de sus condiciones de posibilidad,
es plantear la cuestión de los límites de su poder, de lo que podemos
saber de esos límites. La cuestión se plantea a todo el mundo, sea cual
sea el cuidado - o el énfasis - que uno ponga en afirmar las necesidades
de la organización y las virtudes de la estrategia. Esta afirmación no
evita ver que las relaciones de fuerza hoy no son verdaderamente
favorables a los que afirman la causa de la igualdad. No impide el
retorno de la pregunta planteada por Jacotot acerca de la emancipación.
Se puede, decía él, emancipar a todos los miembros de una sociedad, pero
no se emancipará nunca a una sociedad. Todo el mundo puede ser igual,
eso no desembocará nunca en un proceso social. Incluso si afirmamos,
contra él, una dimensión colectiva de las afirmaciones igualitarias,
reencontramos la cuestión bajo una forma renovada: siempre se pueden
constituir colectivos igualitarios. ¿Pero cómo llevar esta afirmación
hasta el final de sí misma, cómo hacer un mundo de igualdad? Este exceso
de la política sobre sí misma, siempre se ha confiado a la
metapolítica: idea schilleriana y romántica de la revolución de la vida
sensible que exceda la revolución política; idea marxiana de la
revolución humana o de la revolución de los productores que culmine una
forma de humanización del mundo inherente a la actividad productiva. La
afirmación metapolítica se sostiene entonces gracias a algo más: la
creencia en que el orden del mundo mismo trabaja al mismo tiempo que los
que abren a la afirmación de la potencia igualitaria. Es todavía esta
fe la que sostiene hoy en día la idea de un comunismo de las multitudes:
el capitalismo industrial no ha proveído los enterradores esperados,
pero el capitalismo post-industrial los provee, extendiendo el concepto
de producción a la totalidad misma de los actos intelectuales y de las
vivencias afectivas. Desarrolla esta potencia intelectual y afectiva que
quebrará con su potencia vital las barreras del Imperio.
Si se sostiene, por el contrario, que el orden del
mundo no tiene ninguna razón para conspirar con los que afirman la
potencia igualitaria, si se disocia la política de toda fe histórica,
hay desde luego que plantear la pregunta: ¿qué puede la política? Y la
cuestión correlativa: ¿qué esperamos precisamente de la afirmación
igualitaria? ¿Qué futuro le concedemos? Ya no iré más lejos hoy.
Terminaré sobre la misma anotación jacotista, recordando que hay dos
grandes pecados contra la emancipación. El primero es decir: "yo no
puedo". El segundo es decir: "yo sé".
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